Última parte de este artículo que me ha llevado tanto tiempo escribir, porque sentía todavía esa sensación de fracaso, como que era algo que tenía que mantener oculto. La perspectiva de los años me ha enseñado que no es así y que no hay que tener como vergüenza aquella experiencia que, por dolorosa, nos ayude a seguir hacia delante y nos demuestre a nosotros mismos de lo que estamos hechos. Quizás, si hay alguien que se haya sentido de la misma manera o haya pasado por una situación parecida, se encuentre en estas líneas un pequeño consuelo que lo anime a no tirar la toalla.
¡Llegó la universidad! Oh, la
universidad. Cuatro años de carrera y dos de máster llenos de exámenes,
asignaturas extensas resumidas en plazos casi inhumanos, trabajos entregados
casi al término del plazo, libros y lecturas obligatorios apilados en la mesa
del escritorio hasta casi hacerla desaparecer, apuntes caóticos, post-its,
rotuladores fluorescentes y kilómetros de típex. Madrugones, insomnio, estrés, café de avellana y olor a galleta. ¡Y lo que lo echo de menos!
La universidad consiguió lo que no
había hecho el instituto: hacerme sentir bien en un sitio que consideraba casi
como propio por la estructura humana que lo conformaba. Profesores y alumnos
hacían que se respirara un ambiente tranquilo, aunque por supuesto, no todo fue
un camino de rosas. El cambio del instituto a la carrera fue, en mi caso,
bastante brusco, por los motivos que ya he contado. Me faltaba confianza y no
me creía capaz de superar el desafío ante el que me encontraba. Todo me parecía
enorme y yo me veía muy, muy pequeña. Al principio, lo pasé bastante mal en las
asignaturas de lengua, se me atravesaba hasta lo más sencillo, aunque poco a
poco fui remontando y el bloqueo se convirtió en humo. En cuanto a la
literatura, fue un redescubrimiento, casi como reencontrarse con un viejo amigo
al que hacía mucho tiempo que no ves, tanto, que llega un momento en el que
piensas que ya lo has perdido.
A este respecto, he de darles las
gracias a dos personas en específico, cosa que haré cuando vuelva a tener la
oportunidad de de verlos en persona. A uno de ellos, por plantearme el reto de
superarme a mí misma, a la otra, por la dulzura que pone en su trabajo.
Despertaron lo que hacía mucho tiempo que estaba dormido, y sería muy pobre de mí
no reconocerles el mérito de haberme mostrado mediante la práctica lo que
quiero ser. Volví a tener interés en todo, a ser curiosa y a querer aprender, a
encontrar, de entre la multitud de hilos que se encuentran a nuestros pies,
aquellos que tienen elementos comunes, de manera que de un simple cordelito, se
pueda formar una cuerda fuerte y resistente. Así, lo que en un principio
parecía una subida totalmente vertical, fue poblándose de pequeños peldaños que
me ayudaban a seguir, no solo superando niveles, sino también a crecer y a
desarrollarme intelectualmente, manteniendo siempre la mente abierta.
Luces y sombras: por último, el
toque final. Las luces y las sombras es lo que otorgan vida a un dibujo y
sentido a una vida. Solo el contraste entre lo bueno y lo malo es lo que nos
hace apreciar los momentos felices. A pesar de todos los obstáculos, la
protagonista resurge con más confianza, gracias a todo un camino de aprendizaje
lleno de sudor y esperanza.
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