Tenía muchas ganas de hacer esta serie. Diría que incluso ha sido una experiencia liberadora. Los patrones de conducta que se van a explicar en esta pequeña colección, que además he tenido la gran oportunidad de observar de primera mano, siguen siempre unos mismos puntos comunes. Espero que verlos explicados aquí ayude a reconocerlos y, por tanto, a saber actuar en consecuencia con las personas que los demuestran. Antes de pasar al asunto en cuestión, me gustaría dar las gracias a Sol de Carranza (os animo a echarle un vistazo a su perfil) por aceptar ayudarme en este proyecto. Por mi parte no puedo estar más contenta con el resultado, porque ha captado estupendamente la expresión que ponía cada vez que me encontraba con este personaje.
EL
ILUSTRADO
La globalización tiene muchas
ventajas. No solo en los niveles económicos, sino también en todo lo
concerniente a las relaciones interpersonales. Gracias a Internet puedes
establecer contacto con todos los puntos del globo, y por consiguiente, con sus
habitantes. Esta es una serie que hablará precisamente de algunos de estos.
Personajillos que la vida, con su particular sentido del humor, te pone delante
para que, si el encuentro no resulta agradable, por lo menos tengas historias
que contar. En esta ocasión son señoros. Cuatro señoros del tirón, uno detrás
de otro. Si alguna vez me encuentro a otras personas que tengan un trato
parecido, también hablaré de mi experiencia, porque no discrimino a nadie, sea
para bien o no.
Para esta historia hemos de
remontarnos a dos años atrás. Mi deseo de conocer otras personas, sus ideas y
sus culturas me llevó a descargar una app que no voy a nombrar (pero que no es
ninguna de las que salen anunciadas en la televisión). Tuve buenas
conversaciones en ella, conocí a mucha gente, aprendí mucho e hice nuevos
amigos. Una placentera tarde de verano me llegó un mensaje de un chico, de
algún punto de España, que quería comenzar a hablar conmigo. Sin problema,
acepté la solicitud y comenzamos a charlar casualmente, partiendo de las
típicas preguntas que todos hacemos cuando nos encontramos con alguien por
primera vez. Termina el verano y seguimos hablando. Todo iba muy bien, era una
persona curiosa, como yo, e intercambiábamos opiniones sobre tantos temas como
fuera posible. Decía que sabía poco, o casi nada, de arte y literatura, así que
me preguntaba mucho al respecto. Decir que yo estaba encantada con eso es
quedarse muy corto, porque cada vez que le recomendaba algo y recibía su
respuesta con la opinión que le había merecido, disfrutaba verdaderamente de
leerla.
Poco a poco, fue tomando confianza
y empezó a hacer bromas que tenían poca gracia por no decir ninguna.
Chascarrillos que incluían acciones que me resultaban incómodas y que no voy a
reproducir aquí, aunque todos sabéis a qué me refiero ya solo por el título de
la serie. Ahora bien, yo respondía, claro que respondía. Mis frases estrella
eran “será si yo quiero” y “que te lo has creído”, todo ello regado con la risa
seca de quien te está advirtiendo que te estás pasando de la raya. No pareció
captar la indirecta, que estaba escrita ya en un cartel de neón con flechas
luminosas del tamaño de una catedral, así que decidí que lo mejor era no
contestar más a sus provocaciones, creyendo erróneamente que mi indiferencia le
haría bajarse de la nube en la que él mismo se había subido. Con todo, seguía
creciéndose. Día tras día. Era…bueno, dejémoslo en que simplemente era.
En una ocasión, retomando las
conversaciones sobre arte y letras, me preguntó qué obras me habían llamado más
la atención la primera vez que las vi. Contesté que “El origen del mundo” de
Courbet y Carmilla respectivamente.
Teniendo en cuenta la época en la que se crearon cada una, para mí es innegable
la fuerza que tienen y lo rompedoras que son. Su respuesta no tuvo precio.
Enmascarada de nuevo como broma, me preguntó primero por mi orientación sexual (dado
que Carmilla trata, a grandes rasgos,
de una vampira y una chica con tendencias homo o bisexuales, y que dicho sea de
paso no le incumbe a nadie lo que me pueda o no interesar a mí) para,
seguidamente, comenzar a hacer comentarios sobre el sexo de las mujeres a raíz
de la forma en el que lo presenta Courbet. Ajustando bien su monóculo de
intelectual dieciochesco y sin tener ni la más remota idea sobre lo que decía,
comentaba sobre el vello púbico, esencias y cuán asqueroso le parecía, casi
daba a entender que no era propio de mujeres, pues tenemos que tener piel de
porcelana y todos saben que nuestro perfume es siempre de rosas.
Lamentablemente, en su alegato sobre las formas femeninas y su higiene también menospreció
a la comunidad Drag. No me enfadé al respecto; estaba furiosa. Si antes había
perdido puntos con su actitud superior, esto acabó de matar toda intención de
comunicación. Yo ya no tenía ganas de hablar con él, pero ante semejantes
estupideces no me podía callar. Le expliqué todo lo que era pertinente, afeé su
actitud y le dije que pensara un poco antes de hablar. Desaparecí un par de
días e hice oídos sordos a sus mensajes, hasta que decidió contraatacar echando mano de algo que es también muy importante para mí: la cultura nativoamericana. Siempre
me he sentido fascinada por ellos, lo cual me llevó a buscar y leer todo lo que
estuviera disponible sobre ellos y su historia.
Trató el tema del colonialismo como
si no fuera nada, como si hubiera tenido más ventajas para los nativos que
inconvenientes. No digo que sea racista o supremacista, pero a tenor de todo lo
que ya había salido de su boca, estaba claro que era un gran ignorante que
presumía de culto, de ilustrado. Si antes estaba furiosa, ahora estaba a punto
de entrar en combustión. Decidí quitarle de un plumazo la empolvada peluca que
cubría ese pétreo cerebro suyo que tanto estimaba y que tan poco valía. Le
expliqué todo lo que sabía y lo que había aprendido recientemente: las
comunidades nativas actuales siguen estando reducidas a pequeñas reservas, son
vejados públicamente por usar en las reuniones políticas los elementos propios
de su cultura, son maltratados en todos los aspectos posibles y además se les
reprocha que se vuelvan a su país. ¡Ya están en él! ¿Saben acaso los poderosos
colonos lo que significa la palabra “nativo”? Y este gran hombre me decía que
fuera pragmática, ¡que abriera la mente! ¡Que tuviera pensamiento crítico! Todo
ello porque le dije que no veía las ventajas que me indicaba y que entrar a
cuchillo en cualquier sitio reclamándolo como propio, fuera la época que fuera,
no demostraba ser de una cultura más avanzada. Ciertamente, no puedo juzgar el
pasado con los ojos del presente, pero además de los hechos históricos están
los humanos, aquellos de los que yo estaba hablando. Fui dura. Fui muy dura en
ese mensaje. Esperaba que esto le diera la señal última para coger la puerta y
salir, pero no, todavía tenía que dar un último golpe, aunque yo ya estaba
preparada.
Me echó en cara el no ser empática
y tener las ideas fijas. Desechó estas y trató las bases de mi pensamiento como
si no fueran nada, diciendo que no eran puntos importantes y, además, dijo que
se sentía como castigado por todo lo que había dicho. ¿Pero de qué iba este
señoro? ¿Es que tenía que aceptar todo lo que decía? ¿Por qué gracia? ¿No puedo
pensar por mí misma? Va a ser que no. Pasé de la combustión a la erupción, pero
en lugar de lava, fue hielo lo que salió de mí. Sin faltarle al respeto, porque
siempre he creído que es inútil en cualquier discusión, desmonté punto por
punto todo lo que había dicho. Todo, desde la primera letra hasta la última,
fue reducido a lo que verdaderamente era: nada. Terminé mi último mensaje
deseándole suerte y diciéndole adiós. Todo había llegado al final, ¿verdad?
Pues no.
Apenas una hora después, llegó una
notificación que me informaba de que tenía un nuevo mensaje del Ilustrado.
Sorprendentemente, me dijo que tenía razón en todo (claro, ahora), y que los
errores habían sido de su parte. Pícaramente, me sugería pasar a otros medios
de contacto, quizás con la esperanza de que esta disculpa le granjeara de nuevo
mi simpatía. No sé si todavía seguirá esperando.
Comentarios
Publicar un comentario