Ese momento llegó un par de semanas
después. Si antes me había esforzado, en esta ocasión dejé mucho más que la
piel. Ahora sí que estaba preparada, e iba a superar la prueba sin problemas.
Estaba totalmente segura de ello. Así, con el papel delante, decidí tomarlo con
calma, guardar las ansias y dedicarle tiempo a cada pregunta, leyendo cuidadosamente
no solo lo que me pedían, sino también mi respuesta, asegurándome de que fuera
correcta desde el principio sin tener que repasar después. Pensaba que este
cambio de estrategia me ayudaría durante la evaluación, no después. Pues
tampoco. De nuevo estaba allí, en esa ridícula mesa, mirando ojiplática el
bendito examen. Suspenso de nuevo. Casi la misma nota que el anterior. No me lo
podía creer, de verdad estaba convencida de que esta vez había salido todo bien, ¿qué había
fallado? Bueno, dos fuera, pero tenía todo un año para superar, no solo las
pruebas como simples exámenes, sino también como desafío personal. Así me lo
propuse y comencé a trabajar de nuevo, a la espera de la tercera oportunidad.
Sorprendentemente (o no), pasó lo mismo, e igual con la cuarta, la quinta, la
sexta y ese largo etcétera de exámenes a los que estamos sometidos los
estudiantes.
Prometo que intentaba seguir las
clases con mis seis sentido, porque además de los cinco normales, usaba el
último para rezar y así intentar granjearme el favor de alguna deidad, ya fuera
antigua o moderna, para que me ayudara en esa cruzada. Es más, hasta me daba
igual que fuera benéfica o no, si me hubiera pedido mi alma, se la habría dado.
Me autoconvencí de que era pronto para eso, pero siempre es una posibilidad,
¿verdad? Convertí el “tú puedes” en mi mantra. Lo repetía sin cesar, negándome
a creer lo que las pruebas que se me ponían delante de los ojos me demostraban.
¿Significaba eso que todo el trabajo de los cinco años anteriores no servía para
nada? ¿Cómo había aprobado entonces? ¿Era un fraude? ¿Lo había sido siempre?
Naturalmente, todos estos pensamientos se convirtieron, de la mañana a la noche
en una gran bola de nieve que duplicaba su tamaño, para mi desgracia,
lentamente, a la misma vez que los suspensos se iban acumulando. Todo iba
cuesta abajo y sin frenos. Tanto peso tenían que me vi sin fuerzas para
aguantarlas. Llegué a dejar que todas esas dudas se convirtieran en una
obsesión. Daba igual cuán duro trabajara, el empeño que le pusiera a la tarea
de ser, al menos, lo suficientemente buena como para llegar a ese número que
todos asociamos a la mano. Perdí el interés no solo en la asignatura, sino
también en mi pasión, que ya os he confesado cuál era en este mismo escrito. La
gran hoguera que era el amor por la literatura, por las Humanidades en general,
ahora eran un pequeño revoltijo de ascuas que, a duras penas, seguían humeantes.
Encadenada:
el dibujo empieza a tomar forma. Repentinamente aparecen cadenas que te
retienen en esa subida hacia la cima. Una pose arrodillada, con los brazos
abiertos, expuesta, como si el peso del mundo estuviera sobre tus hombros y no
te permitiera levantarte. Ese peso que te han impuesto es la desconfianza en ti
misma, esas cadenas son los prejuicios que sobre ti hacen los demás,
concretamente ese profesor, que es el que parece tener las llaves de tu
liberación.
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