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UNA TARDE APOCALÍPTICA (III)

Por fin llegaron las seis de la tarde y, con esa bendita hora, la ansiada y añorada libertad. Me despedí de mis amigos y me encaminé a la parada de autobús que habría de ponerme de nuevo en la puerta de mi casa. Estaba preparando mis auriculares para volver al plano espiritual cuando comenzó a diluviar de forma increíble. La cortina de agua era tan densa que apenas podía levantar la cabeza si no quería tropezar. Era imposible mantener la vista alta. A duras penas llegué a la marquesina de la parada y sentí una inmensa alegría al encontrar un hueco en ella en el que poder colarme y evitar coger la pulmonía de mi vida. 

Cuando estaba a punto de subirme al autobús, vi que toda la gente de mi alrededor se quedaba paralizada y miraba hacia todos lados, como buscando algo. Retiré con cuidado los auriculares y pude oír un intenso zumbido. “¡Bah! Será algún camión de la obra de aquí detrás” y sin más, entré en el vehículo. ¡Cómo me equivocaba! Apenas llevábamos unos minutos de camino cuando se levantó un fuerte viento. Todos los que estábamos dentro del autobús lo oíamos zumbar por entre los huecos de las pequeñas ventanas. Los árboles se doblaban peligrosamente hacia la calzada y en más de una ocasión, al tomar alguna curva a más velocidad de la que el tiempo nos lo permitía, estuvimos a punto de volcar. El cielo cambiaba de tonalidad por momentos, volviéndose cada vez más y más oscuro.

Llegué corriendo a casa, buscando la seguridad de un techo sobre mi cabeza. Tan pronto como cerré la puerta detrás de mí llamé a mi madre. Me preocupaba enormemente dónde y cómo estaría. Sabía que volvería a tiempo para la cena, ella misma me lo había dicho, pero temía que le hubiera pasado algo en la carretera. Llamé una, dos, tres veces, pero no conseguía que me cogiera el teléfono, así que opté por llamarla a su despacho, pero tampoco respondió. Justo cuando estaba a punto de entrar en pánico y mis dedos ya iban por el segundo número uno del teléfono de emergencias, la cabeza despeinada de mi madre asomó por la puerta del salón.

—¡Mamá!— grité con todos los nervios que había ido acumulando.

—¡Cariño!— contestó mi madre y vino corriendo hacia mí. Estaba empapada y venía pálida.

—¡Menos mal que estás bien!¡Estaba muy preocupada!— me sostenía la cara con las manos mientras sus ojos escrutaban los míos en busca de algún signo que le diera a entender que estaba bien.

—¿Dónde estabas?— fue lo primero que le dije— ¡Te he llamado al móvil un millón de veces, pero no lo has cogido y el de tu oficina tampoco!¡Estaba a punto de llamar a emergencias por si te había pasado algo!— respiré un poco y después volví a increparla—¡¿Para qué te sirve el móvil si no lo coges?!

La cara de mi madre era todo un poema, pasó de la preocupación más extrema a la culpabilidad en menos de una décima de segundo, pero cuando le hice la última pregunta, su cara se contorsionó y empezó a ponerse roja. Pensé que se iba a poner a llorar en cualquier momento y ya estaba pensando una disculpa cuando la risa cristalina de mi madre se derramó sobre mis oídos, calmando mi ira y haciendo que ahora fuera yo quien no sabía cómo reaccionar.

—¿Mamá?— pensé que se había vuelto loca, cada vez se reía más.

—¿Quién es la madre ahora?— consiguió decir entre carcajada y carcajada.

Yo la miré con cara de pocos amigos. ¿Cómo podía estar riéndose en ese momento? Me lo había hecho pasar muy mal y encima se reía de mí. Ella debió darse cuenta de lo que pasaba por mi cabeza, porque consiguió serenarse un poco y me llamó de nuevo a su lado.

—Ay, vida mía, —dijo mientras me abrazaba— salí antes del trabajo porque temía que te hubiera pasado algo. Fui a recogerte a la universidad, pero me equivoqué de horario y llegué tarde. No me di cuenta hasta que había pasado una hora. Intenté llamarte, pero el teléfono me decía que tenías la línea ocupada. Mira—y me pasó el registro de llamadas de su teléfono.

Miré suspicazmente la pantalla iluminada que me tendía y enfoqué la vista en ella. Efectivamente, ahí estaban todas las llamadas que mi madre me había hecho. Recordé entonces que yo también la había estado llamando y busqué en mi móvil el registro de llamadas. Comparé el mío con el de mi madre y para mi sorpresa, descubrí que nos habíamos estado llamando en el mismo momento, por lo que la línea se había colapsado. Entonces le enseñé mi pantalla y ella volvió a sonreír.

—Vaya, parece que estamos más unidos de lo que parece— dijo mientras me acariciaba el pelo— Bueno, ahora que está todo aclarado, voy a darme una ducha caliente, que vengo congelada—y movió los hombros de arriba abajo dejando claro que verdaderamente tenía frío mientras subía las escaleras.

Yo, por mi parte, quise darle una sorpresa y me fui a la cocina para prepararle la cena y algo calentito para cuando saliera del agua. Eran las siete de la tarde. El cielo estaba totalmente negro, la electricidad se había ido y la luz de los relámpagos que se colaba entre los huecos de las persianas dibujaba formas poco agradables en las paredes. El viento aullaba fuera de la casa y yo estaba a punto de que me diera un ataque al corazón. No encontraba la linterna ni las cerillas. De repente, la madera del suelo crujió levemente a mi espalda. Reuniendo todo el valor que me quedaba en el cuerpo conseguí girarme y ante mis ojos apareció la visión más esperpéntica que jamás ha presenciado nadie.

—¡AH! ¡Aléjate de mí! —La aparición contorsionó más aun su horrible rostro mientras yo me acurrucaba en el suelo esperando el golpe final o que por fin mi corazón explotara de miedo.

—¡Ja!— estalló mi madre —No pensé que te asustarías tanto, lo siento.

Resulta que mi madre, haciendo gala de nuevo de su magnífico sentido del humor, había cogido una linterna y se la había colocado bajo el mentón, de manera que solo tenía iluminadas la nariz y las cuencas de los ojos.

—Pues sí, sí me he asustado— contesté tendiéndole la taza de té, ya frío.

—Gracias, cielo— dijo ella y me sonrió intentando calmar mi mal humor.

Varios minutos después aun sentía cierto malestar por la actuación estelar de esa magnífica mujer que es mi madre así que, para intentar relajar el ambiente, me propuso coger el álbum familiar y contarme, de nuevo, todas las anécdotas que se escondían detrás de las instantáneas. No habíamos pasado ni la mitad de las páginas cuando el viento y la lluvia en el exterior se calmaron como por arte de magia.

Mi madre se levantó lentamente del sofá, con precaución, y subió mínimamente la persiana. Yo, por mi parte, que no me había separado de mi cuaderno en ningún momento, pues todo había sido extremadamente extraño y quería dejar constancia de todo, me centré en dejar por escrito que lo que hasta entonces parecía el fin del mundo. Y verdaderamente pensábamos que era así. El cielo empezó a abrirse y pasó a ser gris, luego azul, amarillo y finalmente totalmente blanco. Mi madre se volvió interrogante hacia mí, pero yo apenas levanté la cabeza para lanzarle una mirada que quería decir “yo qué sé”. Entonces pudimos oír alto y claro:

¡QUE SE HAGA LA LUZ!

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