Por fin llegaron las seis
de la tarde y, con esa bendita hora, la ansiada y añorada libertad. Me despedí
de mis amigos y me encaminé a la parada de autobús que habría de ponerme de
nuevo en la puerta de mi casa. Estaba preparando mis auriculares para volver al
plano espiritual cuando comenzó a diluviar de forma increíble. La cortina de
agua era tan densa que apenas podía levantar la cabeza si no quería tropezar.
Era imposible mantener la vista alta. A duras penas llegué a la marquesina de
la parada y sentí una inmensa alegría al encontrar un hueco en ella en el que
poder colarme y evitar coger la pulmonía de mi vida.
Cuando estaba a punto de
subirme al autobús, vi que toda la gente de mi alrededor se quedaba paralizada
y miraba hacia todos lados, como buscando algo. Retiré con cuidado los
auriculares y pude oír un intenso zumbido. “¡Bah! Será algún camión de la obra
de aquí detrás” y sin más, entré en el vehículo. ¡Cómo me equivocaba! Apenas
llevábamos unos minutos de camino cuando se levantó un fuerte viento. Todos los
que estábamos dentro del autobús lo oíamos zumbar por entre los huecos de las
pequeñas ventanas. Los árboles se doblaban peligrosamente hacia la calzada y en
más de una ocasión, al tomar alguna curva a más velocidad de la que el tiempo
nos lo permitía, estuvimos a punto de volcar. El cielo cambiaba de tonalidad
por momentos, volviéndose cada vez más y más oscuro.
Llegué corriendo a casa,
buscando la seguridad de un techo sobre mi cabeza. Tan pronto como cerré la
puerta detrás de mí llamé a mi madre. Me preocupaba enormemente dónde y cómo
estaría. Sabía que volvería a tiempo para la cena, ella misma me lo había
dicho, pero temía que le hubiera pasado algo en la carretera. Llamé una, dos,
tres veces, pero no conseguía que me cogiera el teléfono, así que opté por
llamarla a su despacho, pero tampoco respondió. Justo cuando estaba a punto de
entrar en pánico y mis dedos ya iban por el segundo número uno del teléfono de
emergencias, la cabeza despeinada de mi madre asomó por la puerta del salón.
—¡Mamá!— grité con todos
los nervios que había ido acumulando.
—¡Cariño!— contestó mi
madre y vino corriendo hacia mí. Estaba empapada y venía pálida.
—¡Menos mal que estás
bien!¡Estaba muy preocupada!— me sostenía la cara con las manos mientras sus
ojos escrutaban los míos en busca de algún signo que le diera a entender que
estaba bien.
—¿Dónde estabas?— fue lo
primero que le dije— ¡Te he llamado al móvil un millón de veces, pero no lo has
cogido y el de tu oficina tampoco!¡Estaba a punto de llamar a emergencias por
si te había pasado algo!— respiré un poco y después volví a increparla—¡¿Para
qué te sirve el móvil si no lo coges?!
La cara de mi madre era
todo un poema, pasó de la preocupación más extrema a la culpabilidad en menos
de una décima de segundo, pero cuando le hice la última pregunta, su cara se
contorsionó y empezó a ponerse roja. Pensé que se iba a poner a llorar en
cualquier momento y ya estaba pensando una disculpa cuando la risa cristalina
de mi madre se derramó sobre mis oídos, calmando mi ira y haciendo que ahora
fuera yo quien no sabía cómo reaccionar.
—¿Mamá?— pensé que se
había vuelto loca, cada vez se reía más.
—¿Quién es la madre
ahora?— consiguió decir entre carcajada y carcajada.
Yo la miré con cara de
pocos amigos. ¿Cómo podía estar riéndose en ese momento? Me lo había hecho
pasar muy mal y encima se reía de mí. Ella debió darse cuenta de lo que pasaba
por mi cabeza, porque consiguió serenarse un poco y me llamó de nuevo a su
lado.
—Ay, vida mía, —dijo
mientras me abrazaba— salí antes del trabajo porque temía que te hubiera pasado
algo. Fui a recogerte a la universidad, pero me equivoqué de horario y llegué
tarde. No me di cuenta hasta que había pasado una hora. Intenté llamarte, pero
el teléfono me decía que tenías la línea ocupada. Mira—y me pasó el registro de
llamadas de su teléfono.
Miré suspicazmente la
pantalla iluminada que me tendía y enfoqué la vista en ella. Efectivamente, ahí
estaban todas las llamadas que mi madre me había hecho. Recordé entonces que yo
también la había estado llamando y busqué en mi móvil el registro de llamadas.
Comparé el mío con el de mi madre y para mi sorpresa, descubrí que nos habíamos
estado llamando en el mismo momento, por lo que la línea se había colapsado.
Entonces le enseñé mi pantalla y ella volvió a sonreír.
—Vaya, parece que estamos
más unidos de lo que parece— dijo mientras me acariciaba el pelo— Bueno, ahora
que está todo aclarado, voy a darme una ducha caliente, que vengo congelada—y
movió los hombros de arriba abajo dejando claro que verdaderamente tenía frío
mientras subía las escaleras.
Yo, por mi parte, quise
darle una sorpresa y me fui a la cocina para prepararle la cena y algo
calentito para cuando saliera del agua. Eran las siete de la tarde. El cielo
estaba totalmente negro, la electricidad se había ido y la luz de los
relámpagos que se colaba entre los huecos de las persianas dibujaba formas poco
agradables en las paredes. El viento aullaba fuera de la casa y yo estaba a
punto de que me diera un ataque al corazón. No encontraba la linterna ni las
cerillas. De repente, la madera del suelo crujió levemente a mi espalda.
Reuniendo todo el valor que me quedaba en el cuerpo conseguí girarme y ante mis
ojos apareció la visión más esperpéntica que jamás ha presenciado nadie.
—¡AH! ¡Aléjate de mí! —La
aparición contorsionó más aun su horrible rostro mientras yo me acurrucaba en
el suelo esperando el golpe final o que por fin mi corazón explotara de miedo.
—¡Ja!— estalló mi madre
—No pensé que te asustarías tanto, lo siento.
Resulta que mi madre,
haciendo gala de nuevo de su magnífico sentido del humor, había cogido una
linterna y se la había colocado bajo el mentón, de manera que solo tenía
iluminadas la nariz y las cuencas de los ojos.
—Pues sí, sí me he
asustado— contesté tendiéndole la taza de té, ya frío.
—Gracias, cielo— dijo ella
y me sonrió intentando calmar mi mal humor.
Varios minutos después aun
sentía cierto malestar por la actuación estelar de esa magnífica mujer que es
mi madre así que, para intentar relajar el ambiente, me propuso coger el álbum
familiar y contarme, de nuevo, todas las anécdotas que se escondían detrás de
las instantáneas. No habíamos pasado ni la mitad de las páginas cuando el
viento y la lluvia en el exterior se calmaron como por arte de magia.
Mi madre se levantó lentamente
del sofá, con precaución, y subió mínimamente la persiana. Yo, por mi parte,
que no me había separado de mi cuaderno en ningún momento, pues todo había sido
extremadamente extraño y quería dejar constancia de todo, me centré en dejar
por escrito que lo que hasta entonces parecía el fin del mundo. Y
verdaderamente pensábamos que era así. El cielo empezó a abrirse y pasó a ser
gris, luego azul, amarillo y finalmente totalmente blanco. Mi madre se volvió
interrogante hacia mí, pero yo apenas levanté la cabeza para lanzarle una
mirada que quería decir “yo qué sé”. Entonces pudimos oír alto y claro:
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