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UNA TARDE APOCALÍPTICA (II)

 

No tenía mucha hambre, así que me limité a prepararme un café bien cargado y una tostada (quemada) con mantequilla. Miré el reloj. Todavía tenía casi una hora para empezar a prepararme para ir a la universidad, así que me lo tomé con calma. Fregué los platos que había usado en el desayuno y me fui a mi habitación, todavía arrastrando los pies, a revisarla  de arriba abajo porque no recordaba dónde había puesto los libros. Llevaba ya casi quince minutos de búsqueda infructuosa cuando pensé en mi madre y en el superpoder universal que tienen todas las madres del mundo en encontrar lo que para los hijos es imposible. Decidí entonces usar una técnica nueva.

    A ver, piensa. — le dije a mi cerebro— Si fuéramos mamá, ¿dónde buscaríamos?

A la una en punto de la tarde ya iba de camino a la universidad. Libros incluidos. Resulta que estaban en el único lugar en el que no había mirado: mi mochila. Con los cascos bien asentados en los oídos y escuchando música a todo volumen, miraba por la ventanilla del autobús cómo pasaban ante mis ojos coches, personas y edificios. Hacía un día espectacular a pesar de ser mediados de diciembre. El cielo estaba despejado y hacía gala de un precioso color azul claro y la temperatura era muy agradable. No parecía que estuviéramos cercanos a fin de año. El autobús se paró un momento para recoger a una anciana que sonreía amablemente a todo el mundo y a pesar de que casi todos los asientos estaban libres, la buena señora tuvo la ocurrencia de venir a ocupar el que estaba a mi lado.

La vi acercarse con paso vacilante mientras intentaba mantener el equilibrio, cosa difícil, porque los autobuses urbanos tienen un vaivén incesante. No pude evitar pensar que esta mañana la anciana y yo nos parecíamos mucho. Ambos intentábamos no morir en el intento de alcanzar nuestra meta: yo la cocina, ella mi asiento compañero. Cuando por fin pudo apoyarse en el plástico, me dirigió un “buenos días” acompañado de una sonrisa de lo más adorable. Yo contesté y le deseé también un buen día, después de lo cual volví a mi mundo.

Noté entonces, en el segundo de silencio que hay entre canción y canción, que la mujer volvía a dirigirse a mí. Pulsé el botón de “stop” de mi reproductor y me giré hacia ella:

—Disculpe, señora ¿me ha dicho algo?— pregunté mientras la miraba a los ojos.

—Sí, joven.  — volvió a sonreír— Decía que hoy es un día extraordinario. Este tiempo no es propio ni de la estación ni de la época en la que estamos. Casi parece una bendición de Dios, un regalo para todos sus hijos.

—Así es. Es cierto que no parece que sea diciembre.

—¡Ah!— suspiró la mujer— Dios nos quiere mucho, y este cielo es prueba de ello. ¿Cómo pueden decir las noticias que el tiempo de esta semana va a ser tormentoso cuando tenemos este cielo delante de nuestras narices? Solo Dios puede decir el tiempo, porque Él domina el cielo.

Vale, admito que esta mujer estaba empezando a asustarme. ¿Cuántas veces había podido nombrar a Dios en una sola oración? Por suerte, se bajaba (gracias a Dios) unas cuantas paradas antes de la mía, por lo que pude, por fin, volver a pensar en la nada con la música golpeando mis tímpanos. Llegué a la universidad como siempre, con buena hora para ir a tomar un café de avellana con mis amigos y tarareando por lo bajo el repertorio completo de Imagine Dragons.

Llegó la hora X. A las tres y media todos caminábamos con paso lento pero firme a las aulas. En cuanto pusimos un pie en la clase, oímos gritar a otros compañeros que habían llegado antes que nosotros que ojalá llegaran pronto las seis de la tarde. “Empezamos bien” pensé. Apenas nos dio tiempo para nada más, porque el profesor llegó unos minutos más tarde. La clase pasó desangrando gota a gota el reloj, que se resistía a dejar que el segundero avanzase. Como el profesor tenía que irse antes, nos propuso hacer un pequeño descanso y luego retomar la sesión sin cortes hasta el final. Por supuesto a todos nos pareció una idea magnífica y a las cuatro en punto ya estábamos todos en el pasillo terminando de discutir las conversaciones que habíamos dejado sin terminar.

Tenía mucha sed, así que fui a llenar mi botella a la mejor fuente que había en todo el centro: la del edificio de los profesores. Así se lo dije a mis amigos, que decidieron acompañarme, cosa que agradecí enormemente. Me gusta ir hablando y riendo con ellos por medio de la universidad haciendo chistes a los que solo nosotros les encontramos la gracia. Fuimos todos a la fuente y cuando salimos del edificio, un repentino trueno sonó a lo lejos y el aire comenzó a oler a tierra mojada.

—¡Qué raro!— dije— Con el buen tiempo que hacía esta mañana.

—Es verdad— dijo Lucía— lo que me faltaba ahora es que lloviera.

—¿Llevas paraguas?— preguntó Juanfran.

—Nunca. — contestó Lucía— No sirven para nada, en cuanto hace aire te mojas igual.

Y así, discutiendo la (in)utilidad de los paraguas, entramos de nuevo en clase para el maratón final de dos horas seguidas mientras el cielo a nuestras espaldas se volvía de un intenso color azafrán.

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