No tenía mucha hambre, así
que me limité a prepararme un café bien cargado y una tostada (quemada) con
mantequilla. Miré el reloj. Todavía tenía casi una hora para empezar a
prepararme para ir a la universidad, así que me lo tomé con calma. Fregué los
platos que había usado en el desayuno y me fui a mi habitación, todavía arrastrando
los pies, a revisarla de arriba abajo porque
no recordaba dónde había puesto los libros. Llevaba ya casi quince minutos de
búsqueda infructuosa cuando pensé en mi madre y en el superpoder universal que
tienen todas las madres del mundo en encontrar lo que para los hijos es
imposible. Decidí entonces usar una técnica nueva.
—
A
ver, piensa. — le dije a mi cerebro— Si fuéramos mamá, ¿dónde buscaríamos?
A la una en punto de la
tarde ya iba de camino a la universidad. Libros incluidos. Resulta que estaban
en el único lugar en el que no había mirado: mi mochila. Con los cascos bien
asentados en los oídos y escuchando música a todo volumen, miraba por la
ventanilla del autobús cómo pasaban ante mis ojos coches, personas y edificios.
Hacía un día espectacular a pesar de ser mediados de diciembre. El cielo estaba
despejado y hacía gala de un precioso color azul claro y la temperatura era muy
agradable. No parecía que estuviéramos cercanos a fin de año. El autobús se
paró un momento para recoger a una anciana que sonreía amablemente a todo el
mundo y a pesar de que casi todos los asientos estaban libres, la buena señora
tuvo la ocurrencia de venir a ocupar el que estaba a mi lado.
La vi acercarse con paso
vacilante mientras intentaba mantener el equilibrio, cosa difícil, porque los
autobuses urbanos tienen un vaivén incesante. No pude evitar pensar que esta
mañana la anciana y yo nos parecíamos mucho. Ambos intentábamos no morir en el
intento de alcanzar nuestra meta: yo la cocina, ella mi asiento compañero.
Cuando por fin pudo apoyarse en el plástico, me dirigió un “buenos días” acompañado
de una sonrisa de lo más adorable. Yo contesté y le deseé también un buen día,
después de lo cual volví a mi mundo.
Noté entonces, en el
segundo de silencio que hay entre canción y canción, que la mujer volvía a
dirigirse a mí. Pulsé el botón de “stop” de mi reproductor y me giré hacia
ella:
—Disculpe, señora ¿me ha
dicho algo?— pregunté mientras la miraba a los ojos.
—Sí, joven. — volvió a sonreír— Decía que hoy es un día
extraordinario. Este tiempo no es propio ni de la estación ni de la época en la
que estamos. Casi parece una bendición de Dios, un regalo para todos sus hijos.
—Así es. Es cierto que no parece
que sea diciembre.
—¡Ah!— suspiró la mujer—
Dios nos quiere mucho, y este cielo es prueba de ello. ¿Cómo pueden decir las
noticias que el tiempo de esta semana va a ser tormentoso cuando tenemos este
cielo delante de nuestras narices? Solo Dios puede decir el tiempo, porque Él
domina el cielo.
Vale, admito que esta
mujer estaba empezando a asustarme. ¿Cuántas veces había podido nombrar a Dios
en una sola oración? Por suerte, se bajaba (gracias a Dios) unas cuantas
paradas antes de la mía, por lo que pude, por fin, volver a pensar en la nada
con la música golpeando mis tímpanos. Llegué a la universidad como siempre, con
buena hora para ir a tomar un café de avellana con mis amigos y tarareando por
lo bajo el repertorio completo de Imagine
Dragons.
Llegó la hora X. A las
tres y media todos caminábamos con paso lento pero firme a las aulas. En cuanto
pusimos un pie en la clase, oímos gritar a otros compañeros que habían llegado
antes que nosotros que ojalá llegaran pronto las seis de la tarde. “Empezamos bien”
pensé. Apenas nos dio tiempo para nada más, porque el profesor llegó unos
minutos más tarde. La clase pasó desangrando gota a gota el reloj, que se
resistía a dejar que el segundero avanzase. Como el profesor tenía que irse
antes, nos propuso hacer un pequeño descanso y luego retomar la sesión sin
cortes hasta el final. Por supuesto a todos nos pareció una idea magnífica y a
las cuatro en punto ya estábamos todos en el pasillo terminando de discutir las
conversaciones que habíamos dejado sin terminar.
Tenía mucha sed, así que
fui a llenar mi botella a la mejor fuente que había en todo el centro: la del
edificio de los profesores. Así se lo dije a mis amigos, que decidieron
acompañarme, cosa que agradecí enormemente. Me gusta ir hablando y riendo con ellos
por medio de la universidad haciendo chistes a los que solo nosotros les
encontramos la gracia. Fuimos todos a la fuente y cuando salimos del edificio,
un repentino trueno sonó a lo lejos y el aire comenzó a oler a tierra mojada.
—¡Qué raro!— dije— Con el
buen tiempo que hacía esta mañana.
—Es verdad— dijo Lucía— lo
que me faltaba ahora es que lloviera.
—¿Llevas paraguas?—
preguntó Juanfran.
—Nunca. — contestó Lucía—
No sirven para nada, en cuanto hace aire te mojas igual.
Y así, discutiendo la
(in)utilidad de los paraguas, entramos de nuevo en clase para el maratón final
de dos horas seguidas mientras el cielo a nuestras espaldas se volvía de un
intenso color azafrán.
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