Tras mucho tiempo alejada de este blog por motivos personales, he decidido retomarlo, porque verdaderamente me gustaría crear un espacio propio en el que compartir lo que hago, sea mejor o peor, pero con lo que me sienta a gusto e identificada.
Regreso a la actividad con uno de los relatos que más me gustan hasta la fecha, porque entre sus páginas, se esconden ciertas verdades y vivencias propias que casaban perfectamente con la temática escogida para este reto. La idea era escribir algo relacionado con el Apocalipsis, como el propio título delata, pero quería alejarme de la típica visión que todos conocemos, dándole un enfoque más personal a través de su protagonista. La entrega se hará por fascículos porque es más extensa que las demás historias. Espero que esta vuelta sea del agrado de quienes lo lean. ¡Buena lectura!
Todo tiene una fecha límite. Desde el momento en el
que algo nace o se crea, está marcado por la fatalidad de la mortalidad,
condenado desde el primer suspiro hasta el último a cargar con el peso de las
horas sobre sus hombros. Consciente de esto, el hombre de todas las épocas, sin
importar religión, nacionalidad o color de piel, ha estado obsesionado con el
momento de su desaparición, tanto individual como colectiva.
A
lo largo de las eras, el fin del mundo ha recibido muchos nombres, como Ragnarök para los nórdicos o Juicio Final para los cristianos, pero
tras estos nombres se esconde la misma realidad: la condena perpetua e
irrevocable para los muchos y la salvación absoluta para unos pocos. Pero, ¿de
verdad deberíamos llamarlo el Fin del Mundo? Sabemos que la raza humana va a
extinguirse y, cuando eso pase, ¿cómo sabremos si el mundo perecerá con
nosotros o nos sobrevivirá? Nosotros ya estaremos muertos. ¿No sería más justo
llamarlo el fin de nuestro mundo o el fin de la Humanidad?
Es
curioso cómo a los moribundos nos da por filosofar, quizá lo hagamos para
intentar invertir nuestras últimas energías en algo que merezca la pena pensar.
Lástima que cuando por fin obtenga las respuestas a estas preguntas ya no pueda
contestarlas. Lo que sí puedo hacer es dejar escrito el camino hacia el fin
para que, si estas líneas logran sobrevivir, quede constancia de cómo fue el
fin de la vida tal y como la hemos conocido hasta ahora.
Había
vuelto tarde a casa. Muy tarde. Ni siquiera recuerdo cómo llegué a mi
habitación. De repente noté un leve ruido que venía de la puerta, pero no me
podía mover, mis músculos parecían haberse deshecho después de la noche de
excesos que había pasado, propia de la época que todos vivimos antes de ser
plenamente conscientes de que ya tenemos una edad en la que las fiestas
deberían ocupar un lugar más lejano en nuestra escala de prioridades.
—¡Que se haga la luz!—
dijo mi madre con voz cantarina a la vez que un fogonazo de intensa y mortificante
claridad me golpeaba los párpados.
Lo
único que fui capaz de articular fue un gruñido más parecido al que haría un
animal sedado que una simple persona somnolienta.
—Vamos,
cariño, ¡ya son las doce de la mañana!— mi madre seguía intentando insuflar en
mi espíritu resacoso su impresionante energía.
—Está bien— conseguí decir
al final— ya voy.
Me moví lentamente,
sintiendo como la cabeza me daba vueltas y una desagradable sensación de
malestar hacía acto de presencia en mi estómago. Como un zombie bajé las
escaleras, arrastrando las suelas de mis zapatillas por los escalones,
intentando tomar consciencia de la distancia que me separaba aun del suelo y
evitar perder los dientes a una edad tan temprana (¿quién quiere con menos de veinticinco
años llevar dentadura postiza?). Mientras me dirigía a la cocina me crucé con
el huracán de mi madre por el pasillo quien, tras darme un rápido beso en la
mejilla, se encaminó a la puerta.
—¡Que pases un buen día,
tesoro! Hoy llegaré justo a la hora de cenar, así que no tendrás que esperar
mucho. ¿Tienes hoy clases?
—Sí, hoy ya volvemos al
horario normal. El profesor ha vuelto de su baja— mi voz pastosa se resistía a
salir de mi garganta.
Mi madre comprendió lo que
había pasado la noche anterior y por un momento su alegría pareció agotarse. Me
miró entre preocupada e interrogante, pero yo, con una ligera sonrisa le di a
entender que no tenía nada de lo que preocuparse “soy joven, mamá, pero no
idiota” parecía decir mi gesto. Eso la tranquilizó y le permitió volver a ser
ella. Con un gesto de la mano se despidió definitivamente de mí y cerró la
puerta.
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