Es muy complicado expresar lo que se siente cuando ni uno mismo lo entiende. Este no fue el caso. Tenía muy claro lo que pasaba y la manera en la que me estaba afectando. Darse por completo es decisión propia, pero es innegable que siempre queda la esperanza de recibir un pequeño obsequio, no material, a cambio. Este es el ejemplo más claro de cuánto pueden remover los actos de alguien.
Desde que las historias existen, siempre que se ha querido materializar la maldad, la avaricia y la insaciabilidad de los placeres mundanos, se ha tomado la figura del lobo como la caracterización perfecta para personificar todos los vicios anteriores. No es para menos. Los lobos son seres poderosos, los reyes de la naturaleza salvaje, son quienes deciden qué animal muere y cuál verá un nuevo amanecer, manejando a su antojo los hilos de sus boscosos reinos.
Por el contrario, cuando los valores a representar son buenos, como la inocencia, la dulzura y la cándida ignorancia bajo la que todos estamos, al menos, en una época de nuestra vida, el animal elegido siempre, siempre, es la tierna oveja o el pequeño cordero, ambos blancos, símbolo de su pureza y de su espíritu libre de maldad. Eso sólo ocurre en los cuentos. La única diferencia entre el ser malvado y el santo es la piel con la que se cubren. “Es un lobo con piel de cordero”, frase típica del refranero que tantas veces hemos oído decir a nuestros padres o abuelos, sin darnos cuenta de que es una de las pocas verdades universales con las que vamos a encontrarnos en toda nuestra vida.
Pasemos ahora a las personas. Al igual que los animales de las fábulas, nosotros también nos cubrimos con diferentes pieles, dependiendo de qué queramos ser o de lo que pretendamos ser, así, la clasificación de los llamados seres racionales es mucho más amplia que la antigua división de personas “buenas” y personas “malas”, ya obsoleta. Hay quien, para bien o para mal, no se molesta en ocultar su naturaleza. Nos encontramos pues con los lobos y corderos tal y como son. Los primeros mezquinos y los segundos tan inocentes que hasta nos hacen sentir pena. Después están los lobos que se cubren de pieles de cordero y los corderos que toman para sí las de los lobos.
El primer grupo se oculta bajo un manto de pureza que no es más que una máscara que sólo descubrimos cuando es demasiado tarde, mientras sus mandíbulas se cierran con fuerza alrededor de nuestro cuello. El segundo grupo, cansado de que siempre, por su forma de ser, por creer que el mundo es algo más que el vertedero que en realidad es, que no todas las personas son lobos, escoge para sí la piel del lobo, no sólo para ocultar la blanca lana que recubre su cuerpo, sino también para tapar las heridas de guerra, que a pesar del tiempo, no están del todo curadas. Éstos se arriesgan no sólo a que los lobos los descubran y vayan a por ellos, sino a apartar de su lado al resto de corderos que siempre estuvo a su lado, los seres que verdaderamente merecen la pena, aquellos para los que de verdad se inventó la palabra amigo.
La vida, por suerte, va poniendo a cada grupo en su sitio, unas veces más justamente y otras menos. No soy de las personas que creen que la divinidad suprema del Universo, en su eterna sabiduría y justicia imparcial, reparte entre los humanos aquello que se merecen. En lo que sí creo firmemente es en que las decisiones que tomamos en nuestra vida, consciente o inconscientemente, la forma en la que tratamos a los demás, repercute más tarde en nosotros mismos en el exacto grado en el que nosotros hemos ido repartiendo nuestros dones al mundo, ya sean estos buenos o malos.
También creo que no hay animal salvaje cuya maldad se pueda siquiera comparar a la del que rige el mundo; sí, de nuevo me estoy refiriendo a los seres humanos, los únicos animales racionales que pisan la tierra. Craso error. Todos los seres vivos están dotados de raciocinio, no hay más que ver cómo sobreviven en los escasos medios naturales que nosotros les dejamos. La diferencia, la única diferencia que podemos encontrar entre los humanos y los animales, es que los primeros, supuestamente, son capaces de controlar sus impulsos y así, haciendo un gran esfuerzo, pueden seguir llamándose a sí mismos hombres.
Llegará un momento, en el que, cansados de ser tratados siempre igual, los tiernos corderos se unan y se enfrenten a los despiadados lobos, afrontando, por primera vez, sus miedos y mostrando al mundo que hasta las más tiernas criaturas saben defenderse, porque, y esto es cierto, los colectivos siempre tiene miedo de aquellos seres que son distintos a ellos, que son únicos, originales e irrepetibles, porque esas almas suponen una amenaza para ellos; son las pruebas vivientes de que existe un mundo y una realidad distinta a la que ellos están acostumbrados y de la que no están dispuestos a salir por ser lo único que conocen, su zona de confort. Así que, la única diferencia entre los seres malvados de los cuentos, de los lobos ávidos de sangre, es que nuestras garras son invisibles, y por ello el doble de peligrosas. Que teman los lobos el despertar de los corderos.
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