¡Hemos
vuelto! Tras este intervalo, llega momento de publicar el segundo de los retos.
En esta ocasión, la idea era partir de un hecho tan sencillo y tan complicado
como volar. Podíamos usar cualquier elemento que quisiéramos, pero esa acción
tenía que estar presente, ya que era la premisa principal.
En mi caso,
juego con un personaje que siempre me ha llamado la atención, así que quise
incluirlo en esta historia y presentar una versión alternativa a la historia
que se conoce de él. Ahora depende de ti, ¿qué final escoges?
Su cuerpo caía rápidamente. Tenía
los ojos cerrados; sabía lo que le esperaba, pero se resistía a verlo. Tenía
tanto miedo que ni siquiera era capaz de gritar. En su mente resonaba el último
consejo de su padre. Deseó con toda su alma que lo perdonara y que los años que
le quedaran de vida fueran felices. Dejó la mente en blanco, consciente de que
ya lo único que podía esperar era el final. El impacto fue tremendamente brusco.
Su cuerpo tomó contacto de nuevo con la tierra y comenzó a oír unos horribles
chasquidos que, sin duda, provenían de sus huesos que estaban siendo machacados
por la gravedad.
A
la mañana siguiente, su maltrecho cuerpo seguía en el mismo lugar donde cayó.
Ninguna fiera lo había mancillado. Si alguien lo hubiera visto en su desgracia,
mientras el vacío jugaba con su cuerpo, habría pensado que se encontraba ante
un mensajero de los dioses o ante una estrella caída. Seguía siendo hermoso y, aunque
tenía golpes y moratones, ninguna herida era grave. La muerte lo había
respetado, quizá por pena, quizá por amor a su juventud. Lo que casi nadie
sabe, es que lo que la vida te quita, la muerte te lo puede dar. Vida y muerte,
todo y nada, dos caras de la misma moneda con unos límites que nunca están
completamente definidos; nunca cerrados.
Se despertó lentamente. Su mente se resistía a
ponerse de nuevo en marcha y notaba el cuerpo dolorido, seguramente, pensó, de
alguna mala postura que habría puesto al dormir.
—Tengo
que levantarme ya— se dijo.
Con un gruñido se giró sobre sí mismo buscando
esos cinco minutos más en la cama que ofrecen el amparo de la almohada, pero no
la encontró. Sin duda, había tenido un sueño agitado. De mala gana, pudo al fin
abrir los ojos y un haz de brillante luz le dio la bienvenida a un nuevo día.
La cantidad de luz lo asustó e hizo
que se espabilara de repente. Ante sus sorprendidos ojos no estaba en su
aburrida y vieja habitación de paredes grises y muebles oscuros. Nada de eso.
En su lugar había un maravilloso manantial de agua fresca que se surtía de una
pequeña cascada. El agua caía pesadamente quebrantando la tranquilidad de
estanque y enjoyando con pequeñas gotas las plantas que crecían a su alrededor.
A través de la cristalina agua, veía peces de escamas irisadas, otros albinos y
algunos dorados.
Levantó la vista y se vio rodeado de grandes árboles que
formaban un bosque tan espeso que sus ojos no eran capaces de distinguir qué
había a menos de un par de metros de distancia. Sus ojos siguieron elevándose y
descubrieron la cosa más maravillosa que había visto jamás: un cielo de color
turquesa inmaculado, sin aquella horrible neblina grisácea que estaba
acostumbrado a ver en su ciudad. Por él cruzaban grandes pájaros de colores
llamativos; naranjas, rojos e incluso violetas.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado
hasta allí? El miedo comenzó a apoderarse de él, ¿y si no podía volver a su
casa? Abrumado por todos estos pensamientos, se abrazó las rodillas y cerró los
ojos intentando calmarse. De repente, un suave sonido llamó su atención.
Levantó la cabeza y en un principio no vio nada nuevo, pero tras unos segundos,
fijó su vista en un punto concreto de la superficie del agua, donde se estaban
formando unas pequeñas ondas. Gateó hasta ponerse detrás del árbol más cercano
y permaneció allí con el corazón martilleándole en el pecho hasta que el agua
se abrió y mostró qué era lo que escondía.
Con un gran chapoteo, un pez de
color gris perla salió del agua mientras se agitaba para que las últimas gotas
de líquido abandonases su cuerpo. ¿Un pez saliendo del agua? Pero, ¿qué mundo
es este? El animal se quedó unos minutos más en la orilla mientras se secaba
del todo. Conforme el sol evaporaba el líquido, el pez fue convirtiéndose en un
muchacho de piel gris y cabellos negros. Sin poder contener su sorpresa, Ícaro
lanzó un pequeño grito. El joven se volvió entonces hacia el lugar del que
provenía el ruido, e Ícaro quedó sorprendido al ver sus ojos, negros igual que
su cabello, con las pupilas de un luminoso color ámbar.
Ícaro comenzó a dudar, ¿debería salir o no?
Finalmente se decidió. Muy lentamente asomó la cabeza de detrás de su
escondite. Los ojos del joven se abrieron de repente de par en par, y antes de
que Ícaro pudiera decir nada, el muchacho abrió los brazos y dio un gran salto,
comenzando una transformación aún más increíble que la anterior. El vello de su
piel comenzó a transformarse en bellas y coloridas plumas que cubrieron
rápidamente su cuerpo. Sus ojos se hicieron más pequeños y su boca se deformó
hasta hacerse un elegante pico dorado. Aún en el aire, el extraño ser desplegó
sus alas y se posó delicadamente en el suelo. La sorpresa de Ícaro aumentó al
ver que no se había marchado. Estaba todavía medio escondido, admirando la
belleza del cuerpo del pájaro cuando se dio cuenta de que éste lo estaba
mirando.
Muy
despacio, salió por fin del refugio del tronco del árbol. Cuando quedó
totalmente al descubierto, el pájaro se acercó a él ladeando la cabeza
alternativamente a izquierda y derecha, como evaluándolo. Ícaro contuvo la
respiración. El corazón le rebotaba contra el pecho totalmente desbocado. El
animal estaba muy cerca de él, tanto que casi podía notar las plumas de su
pecho moverse al ritmo de su respiración. Se atrevió a levantar la vista del
suelo. Allí estaban sus ojos. Pequeños, inteligentes, divertidos. Amables. Casi
sin darse cuenta, comenzó a alzar una mano mientras miraba fijamente aquellos
ojos.
–Tranquilo,
– se decía a sí mismo– no pasa nada. Piensa que es solo un animal más.
Sintió
en las puntas de sus dedos la suavidad de las plumas y la calidez del cuerpo
del pájaro. Sonrió inconscientemente. Entonces, el animal se movió y le ofreció
su costado, invitándole a montar en él. Ícaro lo intentó, pero aún estaba
débil. El ave desplegó entonces su ala para ayudar al joven a subir. Después de
un rato, Ícaro lo consiguió. Cuando estuvo bien seguro, el pájaro dio un
pequeño salto y comenzó a batir sus alas. Momentos más tarde, ambos surcaban el
cielo.
El
miedo atenazó de repente el cuerpo y la mente de Ícaro. Recordaba lo que había
pasado la noche anterior y temía volver a caer. El pájaro sintió la rigidez del
cuerpo de su pasajero y volvió momentáneamente la cabeza para mirarlo con sus
magnéticos ojos. Inmediatamente, Ícaro se relajó, sabiendo que su nuevo amigo
no lo dejaría caer. Con esta nueva sensación de seguridad, Ícaro pudo disfrutar
de las vistas que le ofrecía su privilegiada posición. Era una isla rodeada de un agua turquesa que se mecía
suavemente al ritmo de las olas. De la tierra no se veían más que las costas,
pues todo lo demás estaba cubierto de altos árboles que teñían toda la isla de
todas las tonalidades de verde posibles. Durante el vuelo se encontraron
diversos animales, más grandes que los que Ícaro había visto nunca, e
infinitamente más hermosos.
Siguieron
volando hasta el atardecer. Aterrizaron en el mismo lugar en el que ambos se
habían encontrado. Ícaro bajó del animal y se giró para mirarlo, pero en lugar
del pájaro estaba de nuevo ante él el muchacho de piel gris. Ícaro se dio cuenta entonces de que había
confiado en él sin ni siquiera saber su nombre. Estaba a punto de preguntarle
cuando el chico habló por primera vez.
— Mi
nombre es Adrastos[1].
— ¿Cómo
sabes qué es lo que te iba a preguntar?
Por
toda respuesta, Adrastos sonrió y le hizo un gesto para que lo siguiera
mientras iniciaba la marcha. Ícaro fue tras él sin pensárselo dos veces.
Caminaron en silencio hasta que se hizo de noche, cuando llegaron al pie de un
pequeño pueblo de casas hechas de barro con techos de ramas e iluminadas con
pequeñas lámparas de barro de las que salía una suave luz blanca. Sus
habitantes salían al paso de los dos jóvenes, movidos sin duda por la
curiosidad hacia aquel extraño ser de piel pálida. Ícaro miraba curioso a su
alrededor, y no se dio cuenta de que Adrastos se paraba ante la puerta de una
de las casas, de la que salió un anciano de piel más oscura que la de los
demás, con un tono parecido al que tienen las nubes de tormenta y los mismos
ojos que el joven. La voz de Adrastos le sacó de su ensimismamiento.
— Hola,
abuelo.
— Hola,
Adrastos. Veo que has encontrado un nuevo amigo— dijo el anciano mientras
miraba atentamente a Ícaro, que bajó la cabeza ante la mirada inquisitiva del
hombre.
— Así
es, abuelo. Lo encontré en el manantial Amaryllis[2].
— y tras una pequeña pausa añadió— cayó del cielo.
Los
ojos del anciano se abrieron entonces, movidos sin duda por la sorpresa,
mientras sus secos labios se curvaban en una amable sonrisa.
— Si
eso es así, has debido hacer un viaje muy largo hasta llegar a nosotros. ¿Cómo
te llamas, joven?
— Ícaro,
señor.
La
sonrisa del hombre se agrandó.
— Mi
nombre es Cosmo[3].
Bienvenido a Ylartheus.
[1] Significa “Desconocido” en
griego.
[2] Significa “Fresco” en griego.
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