¡Buenos
días! En esta ocasión, inspiradas por la magia de las palabras del gran Borges,
decidimos crear un relato íntimo, que reflejase una parte de nosotras y así
mostrar un pequeño pedacito de nuestra alma. Es muy difícil, por no decir
imposible, crear algo sin volcarte en ello.
La sangre es roja. Es un hecho
demostrado científicamente, y da igual la cuna de la que provengas o la
cantidad de apellidos que acompañen a tu nombre. Tu sangre es roja, al igual
que la de tus padres, tus hermanos e incluso como la de tus vecinos. Ese
líquido carmesí que te recorre de arriba abajo te da la vida, lleva oxígeno a
tu cerebro, a tus músculos. En mi caso no es así.
Siempre me ha gustado pasear hasta
perderme. Vagar de aquí para allá y descubrir cosas nuevas sobre la ciudad, sobre
su gente, sobre mí misma. En uno de esos trayectos a la deriva me encontré con
un pequeño mercadillo de segunda mano. Como pude, primero con cuidado luego a
empujones, me abrí paso entre la gran cantidad de gente que abarrotaba la
pequeña y estrecha callejuela. Al principio, agobiada por aquella marea humana,
apenas me paraba a mirar nada, pero de repente, uno de los puestos más alejados
captó mi atención. Era el único que no tenía gente revolviendo y cambiando las cosas
de sitio en el pequeño mostrador de madera que hacía las veces de expositor. Respiré
hondo, preparé mis costillas para los nuevos golpes que vendrían y me abrí paso
entre aquellas personas como Moisés entre las aguas.
Al llegar encontré a una vieja mujer
sentada en un taburete de plástico que me miraba con curiosidad. Se levantó
para mostrarme sus tesoros con más agilidad de la que tengo yo, y eso que me
sacará más de cuarenta años la buena mujer. Apagué la música de mi móvil, en el
que sonaba Highway to hell de ACDC
que me había puesto para infundirme valor en mi travesía a través de los
escollos humanos de antes y me quité los cascos para poder escuchar lo que me
decía. La verdad es que era muy gracioso escuchar “I’m on my highway to hell”
mientras me hablaba, casi parecía cantar ella la canción.
— Buenas
tardes, joven. ¿Quiere echar un vistazo a lo que ofrezco?
— Buenas
tardes— respondí— La verdad es que sí. Su puesto me ha llamado mucho la
atención.
— Sí—
contrarrestó ella. Sus ojos brillaban con la luz de la inteligencia— es el
único en el que no hay nadie. Bueno, hasta ahora— sonrió al rectificar.
No
pude dejar de sorprenderme de la agilidad de su mente, la delicadeza con la que
hablaba, la pasión con la que describía todos y cada unos de los objetos que me
mostraba, dejándome entrar poco a poco en su alma con total confianza. He de confesar que a pesar del poco tiempo
que llevábamos hablando le tomé cariño, además de que surgió en mí un
sentimiento de admiración muy profundo por la inteligencia de la que hacía gala
en su conversación. Cuando quise darme cuenta, habían pasado casi dos horas
desde que me acercara a su puestecito. Esa mujer me había absorbido por
completo, me había hecho perder la noción del tiempo. Aún hoy, cada vez que
pienso en ella, no puedo dejar de sentir el mismo interés y aprecio que entonces.
— ¡Dios
mío, son casi las 11 de la noche— exclamé—
Lo siento mucho, pero tengo que irme.— y verdaderamente lo sentía.
— ¡Vaya!—
respondió — con lo bien que nos lo estábamos pasando.
— Cierto—
sonreí de veras. Los músculos de mi rostro, poco acostumbrados a la alegría se
resintieron casi de inmediato.
— Espera
— dijo la mujer y me retuvo de la mano durante unos segundos. Su contacto era
dulce y cálido — he visto en ti algo que creí que jamás volvería a tener ante
mis ojos. — calló un momento y bajo la cabeza. Cuando la levantó pude ver que
tenía los ojos cubiertos de una pequeña y fina capa de lágrimas a duras penas
contenidas— Me he visto a mí misma de joven. Por eso, quiero darte algo que en
su tiempo usé mucho— alargó la mano con una caja larga y rectangular, aunque no
muy ancha.
— Yo…—
conseguí balbucir— ¿cuánto le debo?— conseguí balbucir mientras intentaba
pescar mi monedero, oculto en el universo interior de mi bolso.
— Nada.
— ¿Cómo
dice?— mi cara debía decir más que mi boca, porque la señora se puso a reír y
de muy buena gana, he de decir.
— Es
un regalo. Por eso no se cobra.
— Pero…
— repuse.
— Nada,
niña. Es mi forma de darte las gracias.
— ¿Por
qué? — pude por fin decir de forma inteligible.
— Por
escuchar. Además — añadió con mirada pícara— me he fijado en que llevas un
cuaderno en el bolso. ¿Te gusta escribir?
— Lo
intento, al menos— me sonrojé. La verdad es que la anciana era un lince.
— Entonces
hazme caso, la usarás.
— Gracias—
murmuré— lo siento, pero de verdad tengo que irme.
— De
acuerdo, perdona por haberte entretenido tanto.
— Ha
sido un placer— reí al ver la cara de niña buena que aquella mujer me mostraba.
— El
placer ha sido todo mío, señorita.
Cuando
llegué a mi casa estaba deshecha de cansancio, pero la curiosidad pudo más que
mi viejo amigo Morfeo, así que nada más soltar las cosas en la entrada, me
senté en la mesa camilla de la sala de estar a desenvolver el regalo de la
buena anciana. Era una caja marrón de madera mala, pero extremadamente bien
conservada. La abrí con cautela y dentro me encontré con una hermosa pluma
natural de halcón bien peinada y afilada y un bote pequeño de cristal de tinta
en el que se podía leer “sangre negra”. No traía ningún vial más de tinta, pero
no me importó. Estaba maravillada con ese magnífico presente, pero cada vez me
era más y más difícil mantener los párpados abiertos. Volví a guardar las cosas
con el mayor de los cuidados dentro de la caja y me dormí con gran
satisfacción.
Desperté
bien entrada la mañana y casi se me sale el corazón del pecho — ¡voy a llegar tarde a la universidad, es
jueves!— con los ojos abiertos como platos e hiperventilando miré rápidamente
al calendario que colgaba al lado de mi escritorio- ¡Gracias a Dios, es sábado!
—Me dejé caer de nuevo entre las sábanas mientras recuperaba el aliento. Cuando
por fin volví a mi ser me acordé de la pluma y la tinta. Dentro de poco era el
cumpleaños de mi hermana, y que mejor regalo que una carta escrita con pluma en
un bonito papel apergaminado decorado con un coqueto lazo. Así, con la mayor de
las ilusiones, me senté en mi escritorio y me armé con mi pluma. ¡Qué delicia
la manera en la que la punta de la pluma se deslizaba sobre el papel! Era casi
como si lo estuviera acariciando. Una vez hube acabado, dejé que la tinta se
secara sobre el papel y pasé el resto de la mañana escribiendo cartas a mis más
queridos amigos, entre ellos a la anciana, a la que volví a ver la semana
siguiente.
A
partir de ese momento, siempre que podía tomaba la pluma. Estaba muy contenta
con ella, era uno de mis mayores tesoros y aunque con cada nuevo uso temía
quedarme sin tinta, esta jamás se agotaba. Una de las veces que fui a usarla me
di cuenta de que me costaba mucho que la tinta se impregnara bien en la punta
de mi pluma. Quería presentarme a un concurso de relatos y pensé que sería
original entregar uno escrito a la antigua usanza. La verdad es que no tenía
ninguna idea clara y variaba y me contradecía a mí misma en la misma
página. Decepcionada lo dejé. Varios
días después, cuando me enteré de que iba a ir de viaje a Sevilla con mis
amigos, decidí inventar una historia como si estuviéramos en el puerto el día
que Cristóbal Colón salió a descubrir, sin que él lo supiera, el Nuevo Mundo.
Decidí probar suerte de nuevo con mi pluma. Algo expectante, destapé el tarro
de tinta y bañé ligeramente la punta de la pluma en el negro líquido.
Comencé
a escribir. La pluma bailaba suave y delicadamente llevada por mi mano,
tatuando sobre el papel mi caligrafía como si fueran pasos de vals. De repente
entendí cuál había sido el problema de mi relato. No era yo quien escribía, no
era mi alma la que marcaba la meta de mi destino, sino mi deseo de
reconocimiento y mi ego. Comprendí, emocionada, el enigmático nombre de la
tinta que usaba. No era simple tintura negra, no, era mucho más. Escribía
conmigo misma, con la fuente de mi vida, con mi sangre, mi sangre negra.
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